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El neopentecostalismo: evolución, prosperidad y nuevos apóstoles y profetas


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El neopentecostalismo tiene sus orígenes hacia la década de 1960 y puede entenderse como una evolución del pentecostalismo clásico. Ambos movimientos son cristianos en esencia y comparten pilares fundamentales: la experiencia del Espíritu Santo, el ejercicio de los dones y la práctica de la profecía. Sin embargo, se diferencian en un punto crucial: el neopentecostalismo centra su mensaje en la teología de la prosperidad, reinterpretando las promesas bíblicas en clave de éxito y bienestar material.


Uno de los rasgos más notorios de este movimiento es precisamente la llamada teología de la prosperidad, que enseña que la fe, acompañada de declaraciones "proféticas" y donaciones a la iglesia y sus pastores, puede atraer bendición material, salud y bienestar. En este esquema, la prosperidad se convierte en el símbolo visible del favor divino, como si la abundancia económica fuera la prueba tangible de una vida bendecida por Dios.


Durante las últimas décadas, el neopentecostalismo ha crecido con una fuerza sorprendente. Sus templos rebosan de fieles, su música vibrante y sus mensajes de victoria resuenan con entusiasmo, y su estética moderna atrae a millones que buscan bienestar según sus necesidades, en medio de las crisis. Sin embargo, surgen preguntas necesarias:¿Qué mensaje transmite realmente este movimiento?¿Y hasta qué punto, conserva la esencia del Evangelio que predicó Jesús de Nazaret?


El pentecostalismo original, surgido en 1906 con el famoso avivamiento de la calle Azusa, ponía su énfasis en la búsqueda del Espíritu Santo, la oración ferviente y una vida de santidad. En cambio, el neopentecostalismo desplazó progresivamente esa mirada interior hacia una más terrenal: comenzó a hablar de abundancia, éxito y poder espiritual para prosperar, y más recientemente ha otorgado un protagonismo desmedido a los llamados profetas y apóstoles modernos. En este nuevo estadio, el creyente ya no se define tanto por su fidelidad a Cristo, sino por su condición de “vencedor económico prosperado y en victoria”. Pero la realidad cotidiana muestra que esa promesa de prosperidad no siempre se cumple, y muchos fieles sinceros experimentan frustración al no ver los frutos materiales prometidos.


El pilar central de esta corriente es, como ya se ha dicho, la teología de la prosperidad. Según esta doctrina, si una persona tiene suficiente fe, declara positivamente y “siembra” con generosidad en sus pastores y profetas, Dios le recompensará con bendiciones materiales. Pero aquí surge una pregunta fundamental:¿Acaso la bendición de Dios puede reducirse a tener más dinero o poder o éxito terrenal?


Jesús nunca prometió riquezas a quienes lo seguían. Por el contrario, habló de cargar la cruz, de servir a los demás y de compartir con los necesitados. La verdadera prosperidad no consiste en acumular, sino en vivir con gratitud y justicia, con lo suficiente para hacer el bien.


En muchas iglesias neopentecostales, los líderes se autodenominan apóstoles o profetas y despliegan un carisma personal extraordinario que se transforma en simple manipulación a las ovejas. No obstante, con frecuencia el foco se traslada del mensaje de Cristo hacia la figura del líder mismo. Así, el Evangelio corre el riesgo de convertirse en un instrumento de poder personal, donde la fe se mide por la lealtad al “ungido” y no por la transformación interior del creyente.


En nuestro libro “Releyendo el Génesis sin mitos ni leyendas” propusimos una definición contemporánea del profeta en este contexto que resume con cierta ironía la tensión entre la voz divina y la pretensión humana:

“Un profeta es uno que dice, que Dios le dijo que me dijera.”

Esta frase, más allá de su tono sarcástico, invita a reflexionar sobre la facilidad con que algunos atribuyen a Dios palabras que quizás provienen más del deseo de dominar,

que de una auténtica revelación. En tiempos donde la voz del profeta se confunde con el eco del poder, se vuelve urgente redescubrir la sencillez del mensaje evangélico y centrarnos en la figura de Cristo como mediador suficiente.


El cristianismo auténtico no gira en torno a la búsqueda del éxito, sino a la transformación interior del creyente. Jesús no vino a hacernos ricos, sino libres: libres del miedo, del egoísmo y de nuestros propios errores. La verdadera victoria no consiste en lo que acumulamos, sino en lo que somos capaces de entregar. Y el auténtico milagro no está en recibir más, sino en ser más humanos a la luz de Cristo, reflejando su amor en nuestras obras cotidianas.

 
 
 

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