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Jesús toca al intocable¡


Mateo capítulo 8 nos habla de Jesús bajando del monte, y nos cuenta que en ese momento se le acerca un leproso que, con fe clara en que Jesús podía realizar el milagro que le pedía, deja en sus manos el “querer” de ese milagro. Su situación lo había llevado a entender que él mismo no podía resolver su problema ni cambiar su realidad, pero tenía seguridad de que aquel hombre sí podía. Había en él una mezcla de esperanza humilde y reverencia.

Pero su situación era más compleja que la enfermedad que lo aquejaba. La sociedad judía del primer siglo veía la lepra no solo como una enfermedad física, sino también como una marca social y religiosa deplorable. Levítico capítulos 13 y 14, inmediatamente después de las leyes sobre la purificación de la mujer tras el parto, regulan el manejo de la lepra. Allí se especificaba que los leprosos debían vivir apartados de los demás, rasgar sus vestiduras, andar despeinados, taparse el labio superior y gritar a toda voz: “¡Inmundo, inmundo!”, para advertir a quienes se acercaban. Tampoco podían convivir con sus familias, ni participar en la vida comunitaria ni en el templo, pues eran considerados impuros.

La literatura rabínica posterior (Talmud y Mishná) los describe como “muertos en vida”, y Flavio Josefo relata que incluso se les impedía entrar en ciudades amuralladas. De modo que el leproso cargaba no solo con la enfermedad, sino con el desprecio social. Un leproso era intocable: tocarlo implicaba contaminación ritual, lo cual impedía al “puro” participar en los ritos hasta ser purificado. La sola presencia de un leproso despertaba ira y rechazo en quienes consideraban su santidad amenazada.

En este contexto, Mateo destaca algo decisivo: Jesús se atreve a hacer lo impensable. Nos dice: “Jesús extendió su mano y le tocó”. La lógica religiosa dictaba que al tocar al impuro, uno mismo se volvía impuro; pero en Jesús ocurre lo contrario: la pureza vence a la impureza, la sanidad derrota a la enfermedad. La misericordia prevalece sobre la ley ritual, sobre las estructuras humanas, sobre la tradición que margina.

El gesto de Jesús va más allá de la curación física. Él no necesitaba tocar para sanar, pero al hacerlo, no solo limpia el cuerpo, devuelve dignidad. Un intocable es tocado por una mano compasiva, y esa experiencia le devuelve la vida misma: aceptación en lugar de rechazo, compasión en lugar de ira. En ese toque, Jesús declara: “No estás condenado, eres digno de nuevo”.

Jesús envía luego al exleproso a los sacerdotes, para que cumpliera la ofrenda prescrita por Moisés y pudiera ser reintegrado a la comunidad. De este modo, Jesús respeta la ley, pero al mismo tiempo revela que la misericordia es mayor que la ley.

Dios también hoy transforma nuestras miserias, cualquiera que sean. El relato nos recuerda que debemos acercarnos con la misma mezcla de humildad y reverencia que mostró el leproso, sabiendo que no podemos salvarnos a nosotros mismos. El Reino de los cielos derriba los muros de exclusión y nos reintegra a la dignidad de ser hijos amados. Lo que para la lógica humana es intocable, Jesús lo toca y lo restaura. Su toque sigue siendo la mano que sana, no solo cuerpos, sino corazones, historias y comunidades enteras. Lo conocido y seguro —aunque opresivo— nunca será mejor que la libertad que ofrece el Reino.

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