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¿Qué tienes que no te haya sido dado?

Actualizado: 25 sept


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Cuando era más joven, aprendí a sostenerme en un orgullo falso. Ese orgullo se convirtió en una especie de escudo que me protegía de mis falencias, de mis miedos y de mis carencias. Con el tiempo, descubrí que ese “orgullo de hambre” —como llegué a llamarlo— no era más que una máscara. Una máscara que me hacía aparentar fortaleza, pero que en realidad escondía debilidades no resueltas.

Ese orgullo me llevaba, incluso, a burlarme de los demás o a sentirme superior. Era como si, al subirme sobre la comparación con otros, lograra cubrir mis vacíos internos. Pero la verdad es que me estaba engañando. La soberbia que nace de creernos dueños de lo que tenemos es, en realidad, una mentira que nos decimos a nosotros mismos para no enfrentar nuestras limitaciones.

La Palabra de Dios en 1 Corintios 4:7 me hizo poner atención a estas preguntas:

¿Quién te distingue?

¿Qué tienes que no hayas recibido?

Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?

Ese pasaje me abrió los ojos. Comprendí que cualquier logro, cualquier capacidad o cualquier recurso que yo pudiera tener, no eran fruto exclusivo de mi esfuerzo, sino dones concedidos por Dios. La inteligencia, la salud, las oportunidades de trabajo, las relaciones, incluso las pruebas que me han moldeado… todo me ha sido dado.

El orgullo suele aparecer como una respuesta de defensa. Cuando sentimos que nos falta algo, buscamos levantar una imagen que nos haga parecer completos. Pero esa jactancia es frágil. Hoy tenemos, mañana quizás no. Hoy estamos arriba, mañana la vida puede ponernos a prueba y mostrarnos lo vulnerables que somos.

Si hemos de gloriarnos en algo, no es en lo que poseemos, ni en lo que hemos logrado. La verdadera jactancia, como dice Jeremías 9:24, está en conocer a Dios y en tener una relación viva con Él. Esa es la única gloria que no se desvanece, la única riqueza que permanece aun cuando todo lo demás falte.

De ahí nace la importancia de cultivar un espíritu de humildad. No se trata de negarnos a nosotros mismos hasta desaparecer, sino de reconocer que todo viene de las manos de un Dios misericordioso que gobierna el universo. Como las olas del mar, Sus oportunidades llegan constantemente a nuestra vida. Y nosotros somos simplemente administradores de aquello que recibimos.

El orgullo me dio por años una seguridad falsa, pero la humildad me reveló la verdad: nada de lo que tengo me pertenece en absoluto, todo es un regalo recibido de Dios. Reconocer esto me ayuda a vivir con gratitud, a valorar cada día y a no mirar a los demás desde arriba, sino desde la misma tierra que todos compartimos.

Así que la próxima vez que sintamos la tentación de enorgullecernos, recordemos la pregunta de Pablo:

“¿Qué tienes que no te haya sido dado?”

 
 
 

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